Por fin quietas, sus manos habían quedado
en una posición extraña, sobre su regazo.
Heridas he inmóviles, ya no acusarían.
Cuando entró en la habitación, y la vió mirándolo,
supo que lo habia reconocido y lo que tenía que hacer.
Llamó al timbre, llegaron los enfermeros, a curar y
vendarle las manos, a la dolorida anciana.
Nadie comprendía, quién podia haber hecho tal salvajada.
Mientras se abría una investigación, le encomendaron,
que nadie se acercara a la pobre mujer.
Desde luego no lo consentiría, pensaba,
mientras apretaba con fuerza,
la piedra en su bolsillo,
y miraba,
a la indefensa
anciana muda.